«Multimedia», «CD-ROM», «autopistas de la información», «sonido digital», «fibra óptica» o «televisión por cable» son algunas de las novedades que cada día resultan más presentes (y tal vez inevitables) en nuestra vida. Para algunos se trata, prácticamente, de esoterismo tecnológico, de algo incomprensible e ignoto.
Para otros se trata de términos que cada día son más familiares e identifican aspectos parciales de una realidad llamada, según parece, a un esplendoroso futuro. En cualquier caso, todos los ejemplos citados se incluyen entre algunos de los efectos más destacados de las llamadas tecnologías de la información (TI). Unas tecnologías que caracterizan ya el final de siglo y la llamada era de la información con que se abre el nuevo milenio. En realidad la tecnología (cualquier tecnología), unida a la ciencia, ha producido en los últimos decenios un cambio claramente perceptible en nuestra forma de vivir y de entender la realidad.
El desarrollo inexorable de la ciencia nos ha permitido conocer más y más cosas sobre el mundo que nos rodea, sobre nosotros mismos y sobre las organizaciones sociales que hemos construido. Pero la tecnología nos permite, además, transformar el mundo, nuestras sociedades e incluso a nosotros mismos. Nos acerca al viejo sueño del filósofo. Es indudable que los efectos ambientales y sociales de lo que algunos han dado en llamar tecnociencia resultan cada vez más patentes.
Hemos provocado grandes cambios en el mundo que nos rodea y también en nuestras sociedades. Y, lo que es más importante, hemos provocado cambios importantes en nosotros mismos (aunque a menudo se olvide cómo la tecnología médica, por ejemplo, ha alterado hechos tan fundamentales como la esperanza de vida de la especie humana). Es cierto que, junto a consecuencias incuestionablemente favorables, como el ejemplo citado, se dan otros efectos francamente discutibles: polución, destrucción del medio ambiente, agotamiento de recursos, desigualdades de todo tipo y un largo etcétera que hacen dudar a muchos, y con razón, de la bondad de la tecnociencia. También es cierto que esos resultados no son simplemente achacables a la ciencia y a la tecnología en sí mismas, sino consecuencia directa de la concreta organización socioeconómica dominante en todo el planeta.
No es éste el lugar adecuado para detenerse en estas consideraciones, pero no conviene olvidar que incluso entidades «sin ninguna sombra de sospecha» como, por ejemplo, el Club de Roma se preocupan desde hace años por los límites del crecimiento y, en definitiva, por la posibilidad de sostener el tipo de desarrollo actual. O mejor, el tipo de desarrollo que, al amparo de la ciencia y la tecnología, caracteriza eso que conocemos como el «primer mundo» y los escasos países (menos de la quinta parte de la humanidad) que disfrutan de esas novedades.
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